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El Camino de Santiago: Descubrimiento interior

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Una caminata de cientos de kilómetros, montañas, laberínticos bosques, mesetas, iglesias, puentes romanos, campos de trigo, viñedos, casas de piedra y fe... mucha fe en un apóstol que se ha hecho muy popular en Europa, al que todos desean abrazar en su catedral de Santiago de Compostela.

Todo eso conforma el Camino de Santiago, una peregrinación que encuentra sus orígenes en la Edad Media y que, hoy, es uno de los grandes atractivos turísticos del norte de España.

Anualmente, participan cerca de 200 000 personas en alguna de sus rutas, que parten desde diversos puntos de España, Francia y Portugal.

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Movidos por la devoción, los peregrinos pueden llegar a caminar hasta 35 o 40 días para llegar a su destino, con una mochila a la espalda y una credencial del peregrino en la que van acumulando sellos que atestiguan su paso por algún albergue, una iglesia o incluso algunos bares.

Quien recorre al menos los últimos 100 kilómetros se hace acreedor a la Compostela, un certificado que expide la Iglesia a los peregrinos que completan la ruta.

¿Podré hacerlo, cómo reaccionaré ante el verdadero cansancio, convertiré mis pies en un sembradío de ampollas? Una ruleta de preguntas se fueron asentando hasta que me encontré a los primeros peregrinos que aguardaban en la terminal de autobuses de Pamplona, para tomar el siguiente autobús que nos llevaría al inicio de la ruta, en Saint Jean de Port, Francia.

Llegar a Roncesvalles fue duro, un descenso complicado, más si es el primer día de caminata, donde la mochila empieza tomar la forma de nuestro dorso. Pero eso no es lo importante; en esta odisea, el peregrino está consciente de que va a vivir un dolor alegre, un sufrimiento sonriente.

Veo el mapa de lo que he recorrido y no me pesa la distancia, mi mente no lo cree, mi espíritu ha hecho que camine; sé que hay más dolor, algunos días lo he disfrazado con el ibuprofeno. ¿De dónde viene esa fuerza para dar el siguiente paso? Crece el dolor por caminar, y sigo caminando.

La etapa Burgos-Hontanas, de 32 kilómetros, es un sendero de espejismos. La vista se pierde en una lejanía donde se busca encontrar un pueblo, un bar, un árbol y una nube que no existen; se camina en un desierto, en una nada y, cuando todo parecía el desasosiego, llega el miedo, la preocupación de no tener un tiempo que fije la hora de llegada y poner fin a la jornada.

No me daba cuenta de la transformación que te da el Camino: pasaban los días y las etapas, analogías, cansancios, diálogos con las piedras. ¿Qué tendría en común el peregrino del siglo XIII conmigo? El camino es una pequeña burbuja de la propia vida, todos nos enfrentamos de distinta forma.

Con cuánta ilusión se disfruta arribar a los hospitales del peregrino o albergues; llegar a la litera, dejar el macuto a un lado y quitarse las botas. Antes de sacar el bolso de dormir, prefería tomar la ducha, uno de los regalos más preciados que se pueden tener, la fuente de la juventud que te cambia el panorama físico y mental, y te hace recordar los últimos kilómetros, que ya se ven muy lejanos.

Al llegar a Galicia comprendí que el Camino de Santiago es lo que más se acerca a la utopía en la vida de un hombre, la tolerancia, el respeto por la tierra, por el entorno, por las 10 o 20 personas que duermen a tu lado, a las que aceptas y te aceptan como eres.

Estaba aturdido, participaba con cariño de los estados de ánimo de conquista de los peregrinos con los que me crucé. Las últimas dos o tres etapas eran un tráfico de senderistas por llegar a la meta, y yo extrañaba mi soledad, ¿dónde estaba el diálogo con el silencio del camino?

Después de recorrer cientos de kilómetros para llegar a la catedral de Santiago de Compostela, algunos peregrinos caminan un poco más para llegar a Finisterre, el fin de la tierra, el comienzo del Océano que une los dos mundos.

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