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Columna: Una lágrima más

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Ya no puedo creer en ella porque cada vez que lo hago termina por destrozarme el corazón.

Ya no puedo dejar que vuelva a seducirme porque cada vez que lo hace termina por abandonarme antes de entregarme lo que tanto me prometió.

Ya no puedo pensar que ella, algún día terminará por darme lo que tanto he deseado, lo que tantas veces he anhelado.

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Jugó con mis sentimientos haciéndome creer que esta vez las cosas serían diferentes, que esta vez sí me daría la ocasión de experimentar ese momento de felicidad que culmina con un grito eterno éxtasis.

Nada de eso sucedió, todo fue una farsa más, una sátira, una mentira.

A final de cuentas se comportó como siempre lo ha hecho, como está acostumbrada a hacerlo porque no conoce otra manera de ser, porque no conoce otra manera de comportarse, porque su pasado le impide darse por entera y entregarse al placer.

La selección mexicana de futbol volvió a defraudarme justo en el momento en que creí que las cosas serían diferentes a lo que han sido los últimos 20 años.

La derrota contra Holanda en los octavos de final de Copa del Mundo de Brasil me previno de ver a mi querida Tricolor en el tan anhelado quinto partido.

Antes de que iniciar el Mundial me negué a pensar que esta selección tenía la oportunidad de pasar la fase de grupos.

Después de realizar el peor ciclo de clasificación a una Copa del Mundo, preferí no hacerme ilusiones, no quería volver a ser lastimado.

Conforme fueron transcurriendo las jornadas en Brasil, me sucedió lo que al resto de los aficionados: me enamoré del Tri.

La personalidad del equipo mostrada en cada uno de los partidos, la entrega de sus jugadores, la pasión con la que Miguel Herrera dirigía desde la banca, me hicieron creer que esta selección estaba destinada a hacer algo grande.

Mis miedos y traumas causados por eliminaciones en los mundiales de 1994, 1998, 2002, 2006 y 2010 actuaban en mí como mecanismos de defensa para no sufrir un desencanto más.

Fue la figura de Guillermo Ochoa, el pundonor de José Juan Gallito Vázquez, la calidad de Héctor Herrera, los que me orillaron a darme una nueva oportunidad, a dejarme envolver por el sueño de querer tocar el cielo.

Contra Holanda, la selección mexicana estuvo cinco minutos, ¡a solamente cinco minutos!, de la gloria.

Cuando parecía que esta generación de tricolores había dejado enterrados a los fantasmas del pasado, cuando parecía que tenían el carácter, las agallas, el corazón y la fuerza física suficiente para escribir historia, vino la debacle.

México entero, los mexicanos en todo el mundo, ya cantábamos el Cielito lindo cuando la calidad de los holandeses nos despertó del sueño.

Una vez más, México no supo cómo rematar a un rival al que tenía herido de muerte, no supo dar el golpe final, no supo aprovechar el momento de grandeza que le aguardaba.

El golpe ha sido emocionalmente fuerte, muy fuerte diría yo.

Esta nueva desilusión me lleva a cuestionar si el destino de fatalidad es inevitable para una selección mexicana que por más que intenta, termina por reencontrase siempre con la oscuridad de la derrota antes que con la luz de la victoria.

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